Los espíritus sollozaban a nuestra costa, que pobres sin consuelo, lamentaban nuestros nombres. Y nosotros, nosotros sólo amábamos el veneno que sugerían cetrinas nuestras carcajadas, cada vez más perturbadas.
Dejaste de lado el volante para salvarme. Socorriendo mi detestable hambre subterránea. Siendo tuya y devota, Mesías, con tu piadosa violencia; nos quemábamos sin pureza ni dicha. Transgredidos y desbocados en nuestro altar.
El coche erraba solitario, decidiendo cabalgar por el sur límite de nuestros costados.
Y nosotros caímos, nos quemamos; nos inmolamos en un fuego profano y sempiterno, como tú, como yo, como nuestra hambre y nuestro absurdo. Reencarnados en furia como lobos sanguinarios.
Y al amanecer, cantaban nombres los pobres espíritus, a aquellos rostros ceniza , huesos esteparios, implosionados rabiosos en su sacra pira.
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