jueves, 9 de mayo de 2013

Saturno cierra los ojos

Ophelia deliraba. Dios sabrá por qué, pero Ophelia deliraba haciendo de su angustia una mortuoria saturnal de convulsiones y gemidos.
Ophelia estaba cetrina. Dejaba escapar de unos labios blancos y costrosos aúllos de cisne moribundo.
Pobre Ophelia, cantándole al final.
El sudor se acumulaba en el glorioso espacio que formaban huesudas sus clavículas. Yo amaba esas clavículas con ardor.
Llovía en su frente, empapando la cabellera larga y enmarañada.
Ophelia suspiraba con la acidez de un vagabundo, moviendo espasmódicamente unos ojos que ya no pertenecían a este mundo. Nunca pertenecieron.
Y con ese aura mística de los mártires, Ophelia alzaba los brazos hacia el edén lánguidamente, como las sílfides románticas, muertas y vírgenes.
El sudario mojado en que se había convertido su camisón dejaba entrever un acantilado enfermo y unos montes abusados.
Pobre Ophelia, Dios sabe también que no podría haber hecho nada por ella. Y yo amaba a Ophelia, más muerta que viva. Convirtiéndose en la estampa de mi más ferviente religiosidad. Conviertiendo su cuerpo expirante en un puente contemplativo entre su espíritu y el mío. Y qué hermosa estaba, entre los brazos de la Noche.

Sí, Dios sabe que la amaba; y que nunca, jamás, podría haber hecho nada por ella.


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