sábado, 30 de agosto de 2014

Avanzaba a mí entre la blancura del espacio, con el cabello sostenido y rizado; y la mirada triste. Y lloré. Y mis padres también lloraron. 
Nunca llegaré a entender cómo fue aquello. Preciado el lánguido susurro del motor del coche mientras los ojos vagueaban por capas extrañas del sillón delantero, realmente no estoy segura de haber estado consciente entonces.
La claridad me cegó como cegaría a un recién nacido.

Pero no voy a hablar de ello. No es necesario.

El señor vestía el amarillo con elegancia nata, como el narciso, orgulloso y fresco. Pretendía salir del tren, solemne de entre la multitud adormilada a las seis y veintiséis de la tarde, que bañaba todos y cada uno de los rostros con una luz anaranjada y violeta, surgiendo así una imagen digna al ojo crítico y sensible. Todos, y más aún el señor de amarillo, hubieran sugerido la mirada más antigua y triste de haber una cámara filmando un gran plano de aquellas sombras suaves en las comisuras de la boca, o el brillo juvenil de un pómulo alzado. Todo aquello era hermoso. El señor lo sabía. Antes de abrirse paso entre las puertas, percibió, religiosamente, a una muchacha de rasgos helénicos, con la mitad de la cara inmersa en el ocultismo de cabello y penumbra. Sostenía un libro. Las pestañas descansaban en él honestamente, y los labios, sujetos en una mueca concreta, dotaban a su totalidad un aspecto de época pasada. El señor amarillo redujo todo su ser a un punto. Inspiró intenso, ella lo escuchó, él sostuvo el aire, y ella...ella con la misma delicadeza que la llama de una vela ilumina el negro, dirigió sus ojos y su boca tímidos y amables a aquello de lo que nunca se habla.
De inmediato los retiró.
Elegante el señor de amarillo, no pudo, no pudo moverse y las luces ya habían caído y con ellas, el ensueño más grave de su vida. Palpitante, se despidió de mí, con el ademán de aquel que huele un ramillete de plantas salvajes. Salió elegante el hombre de amarillo, salió como el aire que pasa entre montañas. Le pasó algo hermoso y extraño; le pasó que vio algo invisible y lúcidamente tendría evidencia de ello. Yo, fui testigo.











sábado, 9 de agosto de 2014

La puta varada

Me has dejado.
¡Me has dejado!
Sola te lo permito
pero, ¿hueca?
Tac, tac.
¿Cómo?
¡Cómo!
De tener el preciado iris violeta
y la vista catarsis,
el observar
de río
las pestañas húmedas
y el estómago
ardiente;
¡maldigo!
las que antes
fueron muñecas ágiles.
Retozo
sobre los lirios
convulsionando el voluntarioso
miedo,
lo que antes fue
hermoso
ahora
se esconde en la tierra.
¿Cómo?
¡Cómo pudiste!
Reclamo mi parte del trato,
y no olvido
la maldita quemazón
que vuelve a la noche
de tu pelaje.


La estepa
también se retuerce,
supura bruma
de naturaleza fluorescente,
como azufre
en la llaga.
Por dios,
¡vuelve!
y recuerda
que sólo estoy
aquí
por ello.